24.3.11

Desde la ruptura del matrimonio de sus padres sólo amaba dos cosas.
La primera era su largo pelo negro.
La segunda, lo fácil que era cortarlo y no sentir nada.


Se miró al espejo y observó su pelo que a duras penas llegaba a acariciar sus hombros. Demasiado largo, pensó. Últimamente se lo cortaba demasiado a menudo, pero le gustaba así.
Ir a la peluquería se había convertido en uno de sus secretos favoritos. Solo de pensarlo sentía cosquillas en la comisura de los labios. Le gustaba saborear el sonido que hacían las tijeras al chisporrotear al lado de sus orejas o jugar a darse un chapuzón en los ojos de la chica del espejo. Otras veces, inventaba noticias de corazones rojos con las que llenar las revistas de las señoras del tinte. Aunque, sin duda, lo que más le gustaba era cuando al acabar veía en el suelo ese pequeño charquito de pelo. Lo observaba a escondidas, mientras iba identificando en él cada una de las lágrimas que teñían los días de nubes, de esas que duraban chaparrones de invierno. Luego, las despedía con un guiño de ojos y miraba a la peluquera con una sonrisa de luna creciente, como cuando empezaba la primavera. Y tras su secreta liberación salía de allí mientras se susurraba al oído "Hoy va a ser un gran día".

1 comentario:

Anónimo dijo...

Es que los cortes de pelo son liberadores. Solo hay que sentirlos, como la chica de tu relato.


Una bolsita llena de sugus de piña.